“Victorita, a la hora de la cena, riñó con la madre.
-¿Cuándo dejas a ese tísico? ¡Anda, que lo que vas a sacar tú de ahí!
-Yo saco lo que me da la gana.
-Sí, microbios y que un día te hinche el vientre.
-Yo ya sé lo que me hago, lo que me pase es cosa mía.
-¿Tú? ¡Tú qué vas a saber! Tú no eres más que una mocosa que no sabe de la misa la media.
-Yo sé lo que necesito.
-Sí, pero no lo olvides; si te deja en estado, aquí no pisas.
Victorita se puso blanca.
-¿Eso es lo que te dijo la abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma.
Victorita ni se movió.
-¡Golfa! ¡Mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Asi no se le habla a una madre!
Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenia en los dientes.
-Ni a una hija tampoco. Si mi novio está malo, bastante desgracia tiene para que tú estés todo el día llamándole tísico.
Victorita se levantó de golpe y salió de la cocina. El padre había estado callado todo el tiempo.
-¡Déjala que se vaya a la cama! ¡Tampoco hay derecho a hablarla así! ¿Que quiere a ese chico? Bueno, pues déjala que lo quiera, cuanto más le digas va a ser peor. Además, ¡para lo que va a durar el pobre!
Desde la cocina se oía un poco el llanto entrecortado de la chica, que se había tumbado encima de la cama.
-¡Niña, apaga la luz! Para dormir no hace falta luz. Victorita buscó a tientas la pera de la luz y la apagó.”
-¿Cuándo dejas a ese tísico? ¡Anda, que lo que vas a sacar tú de ahí!
-Yo saco lo que me da la gana.
-Sí, microbios y que un día te hinche el vientre.
-Yo ya sé lo que me hago, lo que me pase es cosa mía.
-¿Tú? ¡Tú qué vas a saber! Tú no eres más que una mocosa que no sabe de la misa la media.
-Yo sé lo que necesito.
-Sí, pero no lo olvides; si te deja en estado, aquí no pisas.
Victorita se puso blanca.
-¿Eso es lo que te dijo la abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma.
Victorita ni se movió.
-¡Golfa! ¡Mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Asi no se le habla a una madre!
Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenia en los dientes.
-Ni a una hija tampoco. Si mi novio está malo, bastante desgracia tiene para que tú estés todo el día llamándole tísico.
Victorita se levantó de golpe y salió de la cocina. El padre había estado callado todo el tiempo.
-¡Déjala que se vaya a la cama! ¡Tampoco hay derecho a hablarla así! ¿Que quiere a ese chico? Bueno, pues déjala que lo quiera, cuanto más le digas va a ser peor. Además, ¡para lo que va a durar el pobre!
Desde la cocina se oía un poco el llanto entrecortado de la chica, que se había tumbado encima de la cama.
-¡Niña, apaga la luz! Para dormir no hace falta luz. Victorita buscó a tientas la pera de la luz y la apagó.”
Libro
quinto: El accidente
Paco, has de cegar a todos los palomos, ¿oyes? con los dichosos capirotes[1] entra la luz y los animales no
cumplen,
y así un día y otro hasta que
una tarde, al cabo de semana y media de salir al campo, según descendía Paco,
el Bajo, de una gigantesca encina, le falló la pierna dormida y cayó,
despatarrado[1], como un fardo[1], dos metros delante del
señorito Iván, y el señorito Iván, alarmado, pegó un respingo[1],
¡ serás maricón, a poco me
aplastas!
pero Paco, se retorcía en el
suelo, y el señorito Iván se aproximó a él y le sujetó la cabeza,
¿te lastimaste, Paco?
pero Paco, el Bajo, ni podía
responder, que el golpe en el pecho le dejó como sin resuello[1] y, tan sólo, se señalaba la pierna
derecha con insistencia,
¡Ah, bueno, si no es más que eso..!,
decía el señorito Iván, y
trataba de ayudar a Paco, el Bajo, a ponerse de pie, pero Paco, el Bajo,
cuando, al fin pudo articular palabra, dijo, recostado en el tronco de la
encina,
la pierna esta no me tiene,
señorito Iván está como tonta,
y el señorito Iván,
¿que no te tiene? ¡anda!, no
me seas aprensivo[1], Paco, si la dejas enfriar va a ser peor,
mas Paco, el Bajo, intentó
dar un paso y cayó,
no puedo, señorito, está
mancada[1], yo mismo sentí cómo tronzaba[1] el hueso,
y el señorito Iván,
también es mariconada, coño y
¿quién va a amarrarme[1] el
cimbel[1] ahora con la
junta de torcaces[1] que
hay en las Planas?
y Paco, el Bajo, desde el
suelo, sintiéndose íntimamente culpable, sugirió para aplacarle[1],
tal vez el Quirce, mi
muchacho, (…)
Los santos inocentes. Miguel
Delibes.
TEXTO 1
La heroica ciudad dormía
la siesta. El viento
Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se
rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el
rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de
arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y
persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en
sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la
basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose,
trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles,
otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que
llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años,
en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y
leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla
podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la
campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico
de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra
del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe
decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las
vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era
una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza
sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores,
elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en
pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz
de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,
haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos
malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande
de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro
que acababa en pararrayos.
Uno de los recreos
solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés,
y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las
iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más
alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de
cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba.
Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de
emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más
empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas
partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y
elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más
experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía
fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los
pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver
muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los
pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver
pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole
el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos
placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía.
Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no
podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la
torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la
tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión,
aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que
era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que
el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una
guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el
Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si
pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuelade la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué
más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto
a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las
bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras
el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a
acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los
campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus
rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a
aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso
microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no
contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la
ciudad.
Vetusta era su pasión y
su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y
jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo
a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado
los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en
presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el
fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los
bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
No sólo era la iglesia
quien podía desperezarse y estirar las piernas en el recinto de Vetusta la de
arriba, también los herederos de pergaminos y casas solariegas, habían tomado
para sí anchas cuadras y jardines y huertas que podían pasar por bosques, con
relación al área del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo
hiperbólicamente, parques, cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana. Y mientras no sólo a
los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo
abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a
fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular,
vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una
capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y
saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las
ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino,
brincan y se encaraman en los lomos de quien encuentran delante.
TEXTO 4
A pesar de esta injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus
ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral,
aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre todos. La Encimada era su imperio natural, la metrópoli
del poder espiritual que ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le
hacían dirigir miradas recelosas al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes;
los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor;
los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban
igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les
hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. No era que allí
no tuviera ninguna influencia, pero la tenía en los menos. Cierto que cuando
allí la creencia pura, la fe católica arraigaba, era con robustas raíces, como
con cadenas de hierro. Pero si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos,
tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y
obediencia. El Magistral no se hacía ilusiones.
Ana corrió1 con mucho cuidado las colgaduras
granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con
negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la
figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que
Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no
habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los
pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un
brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo
largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una
impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el
artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus
solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el
cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese
materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin
mover los pies, dejose caer de bruces sobre
aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana
y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría
desde la cintura a las sienes.
-«¡Confesión general!»
-estaba pensando-. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus
ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no
había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores
pecados.
Esta costumbre de
acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una
mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las
noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la
almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de
bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas
también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más
suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos
recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la
enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la
vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado
contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la
injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la
sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma.
Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita,
obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de
blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana
sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su
cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba
algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y
hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de
él?-. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo
rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los
prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar
consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.
(… )
Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la
admiraba y le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel
angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras
era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior pasmosa
para resistir sin humillarse las exigencias y las injusticias de las personas
frías, secas y caprichosas que la criaban.
Doña Ana tardó mucho en
dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había
refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble esposo a quien
debía la dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación
constante a que ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por
qué no continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una
calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente. Tal
vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol. Si al
principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella
injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella, aprendió a
guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado, que para el mundo no hay
más virtud que la ostensible y aparatosa. Su alma se regocijó contemplando en
la fantasía el holocausto del general respeto, de la admiración que como
virtuosa y bella se le tributaba. En Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía
Anita la estúpida existencia de antes. Recordaba que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las
más ardientes fanáticas la consideraban buena católica. Los más atrevidos
Tenorios, famosos por sus temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su
hermosura se adoraba en silencio. Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo
decía... Aquel mismo don Álvaro que tenía fama de atreverse a todo y
conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de
dos años hacía que ella lo había conocido, pero él no había hablado más que con
los ojos, donde Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.
Verdad era que en estos
últimos meses, sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más
atrevido... hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por
esto digno de que ella no se irritara contra su infame intento... pero ya
sabría contenerle; sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada... Y
pensando en convertir en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se
obstinaba en ser de fuego, se quedó dormida dulcemente
TEXTO 7
La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el tal apellido de muchos
condes y marqueses, y pocos nobles había en la ciudad que no fueran, por un
lado o por otro, algo parientes de tan ilustre linaje.
Don Carlos, padre de
Ana, era el primogénito de un segundón del conde de Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su padre
habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama principal, la de los
condes, vivía años hacía emigrada.
El primogénito del
segundón quiso tener una carrera, ser algo más que heredero de algunas
caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso de goteras. Fue ingeniero
militar. Se portó como un valiente; en muchas batallas demostró grandes
conocimientos en el arte de Vauban, construyó duraderos y bien dispuestos
fuertes en varias costas, y llegó pronto a coronel de ejército, comandante del
cuerpo. Cansado de casamatas, cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue perdiendo sus aficiones militares, quedándose
-98- sólo con las
científicas: prefirió la física, las matemáticas a las aplicaciones de tales
ciencias, al arte, y cada día fue menos guerrero. Pero al mismo tiempo se
entregaba a las delicias de Capua, y por fin, después de muchos amoríos, tuvo
un amor serio, una pasión de sabio (o cosa parecida) que ya no es joven.
Loco de amor se casó2 don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con una humilde modista italiana que vivía en
medio de seducciones sin cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer,
se quedó sin ella.
Su matrimonio había
originado al coronel un rompimiento con su familia. Se escribieron dos cartas
secas y no hubo más relaciones.
Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas, que vieron
un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista italiana, su
cuñada indigna.
Pero como de abandonarse
a sus instintos, a sus ensueños y quimeras se había originado la nebulosa
aventura de la barca de Trébol, que la avergonzaba todavía, miraba con
desconfianza, y hasta repugnancia moral, cuanto hablaba de relaciones entre
hombres y mujeres, si de ellas nacía algún placer, por ideal que fuese.
Aquellas confusiones, mezcla de malicia y de inocencia, en que la habían
sumergido las calumnias del aya y los groseros comentarios del vulgo, la hicieron
fría, desabrida, huraña para todo lo que fuese amor, según se lo figuraba. Se
la había separado sistemáticamente del trato íntimo de los hombres, como se
aparta del fuego una materia inflamable. Doña Camila la educaba como si fuera
un polvorín. «Se había equivocado su natural instinto de la niñez; aquella
amistad de Germán había sido un pecado, ¿quién lo diría? Lo mejor era huir del
hombre. No quería más humillaciones». Esta aberración de su espíritu la
facilitaban las circunstancias. Don Carlos no tenía más amistad que la de unos
cuantos hongos, filosofastros y conspiradores; estos caballeros debían de estar
solos en el mundo; si tenían hijos y mujer, no los presentaban ni hablaban de
ellos nunca. Anita no tenía amigas. Además don Carlos la trataba como si fuese
ella el arte, como si no tuviera sexo. Era aquella una educación neutra. A
pesar de que Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la
mujer y aplaudía cada vez que en París una dama le quemaba la cara con vitriolo
a su amante, en el fondo de su conciencia tenía a la hembra por un ser
inferior, como un buen animal doméstico. No se paraba a pensar lo que podía
necesitar Anita. A su madre la había querido mucho, le había besado los pies
desnudos durante la luna de miel, que había sido exagerada; pero poco a poco,
sin querer, había visto él también en ella a la antigua modista, y la trató al
fin como un buen amo, suave y contento. Fuera por lo que fuere, él creía
cumplir con Anita llevándola al Museo de Pinturas, a la Armería, algunas veces al Real y casi siempre a paseo con algunos
libre-pensadores, amigos suyos, que se paraban para discutir a cada diez pasos.
Eran de esos hombres que casi nunca han hablado con mujeres. Esta especie de
varones, aunque parece rara, abunda más de lo que pudiera creerse. El hombre
que no habla con mujeres se suele conocer en que habla mucho de la mujer en
general; pero los amigotes de Ozores ni esto hacían; eran
pinos solitarios del Norte que no suspiraban por ninguna palmera del Mediodía.
Aunque Ana llegaba a la
edad en que la niña ya puede gustar como mujer, no llamaba la atención; nadie
se había enamorado de ella. Entre doña Camila y don Carlos habían ajado las
rosas de su rostro; aquella turgencia y expansión de formas que al amante del
aya le arrancaban chispas de los ojos, habían contenido su crecimiento; Anita
iba a transformarse en mujer cuando parecía muy lejos aún de esta crisis;
estaba delgada, pálida, débil; sus quince años eran ingratos: a los diez tenía
las apariencias de los trece, y a los quince representaba dos menos.
El elemento masculino
notó mucho antes que el femenino la extraordinaria belleza de Anita. Pocos
meses después de la fiebre, Ana había crecido milagrosamente, sus formas habían
tomado una amplitud armónica que tenía orgullosa a la nobleza vetustense. La verdad era que el tipo aristocrático no se perdía, pese a la chusma
que no quiere clases. Aquella niña en cuanto la habían separado de una vida
vulgar, en poder de un padre extraviado y liberalote, y la habían alimentado
bien, había recobrado el tipo de la raza. Se votó por unanimidad que era
hermosísima. La plebe opinaba lo mismo que la nobleza, y la clase media era de
igual parecer. En poco tiempo se consolidó la fama de aquella hermosura y Anita Ozores fue por aclamación la muchacha más bonita del pueblo. Cuando llegaba un
forastero, se le enseñaba la torre de la catedral, el Paseo de Verano, y, si
era posible, la sobrina de las de Ozores. Eran las tres
maravillas de la población.
(…)
Su belleza salvó a la
huérfana. Se la admitió sin reparo en la clase, en la intimidad de la
clase por su hermosura. Nadie se acordaba de la modista italiana. -Tampoco Ana
debía mentarla siquiera, según orden expresa de las tías-. Se había olvidado
todo, incluso el republicanismo del padre, todo: era un perdón general. Ana era
de la clase; la honraba con su hermosura, como un caballo de sangre y de piel
de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado.
Las señoritas nobles no
envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa
secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían que las
proporciones -los novios aceptables- harían lo mismo. Sabían a qué atenerse. En
las tertulias, en los bailes, en las excursiones campestres no le faltarían a la sobrina adoradores; los muchachos de la
aristocracia eran casi todos libertinos más o menos disimulados; les atraería
la hermosura de Ana, pero no se casarían con ella. Cada niña aristócrata no
necesitaba más cuidado que prohibir a su novio formal -el futuro esposo- hacer el amor a la huérfana, a lo menos en presencia de
su futura. Si Anita se descuidaba, pensaban las herederas, podía verse
comprometida sin ninguna utilidad. Dentro de la nobleza no era probable que se
casara. Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los
nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Colonia india, como llamaban al barrio de los
americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un vespucio -como también los apellidaban- pagaba caro el placer
de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos.
El cálculo de las tías
respecto al matrimonio de Ana no se había modificado a pesar de la gran
hermosura de su sobrina. Por guapa no se casaría con un noble; era preciso
abdicar, dejarla casarse con un ricacho plebeyo. Entre tanto, se necesitaba
mucha vigilancia y tener advertida a la niña.
(… )
Si alguno se propasase a
mayores, lo que se llama mayores, sobre todo, tomándolo en serio y
obsequiándote (palabra de la juventud de doña Anuncia), obsequiándote en regla,
entonces no te fíes; déjale decir, pero no te dejes tocar. Al que te proponga
amores formales, no le toleres pellizcos, ni nada que no sea inofensivo.
Escandalizarse es ridículo, es como no saber con qué se come alguna cosa...
-Eso de la gana te lo
guardas para ti -exclamó doña Anuncia, puesta en pie otra vez, y dejando caer
el Werther al suelo.
-Tienes razón; están
verdes. Pero lo que importa es que tú no olvides lo que te digo. Es necesario
que dejes antes de entrar en casa de la marquesa ese aire displicente y ese
tonillo seco, porque es una impertinencia. Lo que está bien, muy bien, y ya ves
como lo bueno se te alaba, es que en público mantengas el severo continente que
merece no menos elogios del público que tu palmito y buen talle.
-Sí, hija mía
-interrumpió doña Águeda-. Es necesario sacar partido de los dones que el Señor
ha prodigado en ti a manos llenas.
Ana se moría de
vergüenza. Estos elogios eran el mayor martirio. Se figuraba sacada a pública
subasta. Doña Águeda y después su hermana trataron con gran espacio el asunto
de la cotización probable de aquella hermosura que consideraban obra suya. Para
doña Águeda la belleza de Ana era uno de los mejores embutidos; estaba orgullosa
de aquella cara, como pudiera estarlo de una morcilla. Lo demás, lo que se
refería a la esbeltez, lo había hecho la raza, decía doña Anuncia, que se
picaba de esbelta, porque era delgada.
(…)
Uno a uno despreciaba
todos los elogios que a su hermosura tributaban los señoritos nobles y los abogadetes de Vetusta y cuantos la
veían; pero al despertar, como una neblina de incienso bien oliente envolvían
su voluptuoso amanecer del alma aquellas dulces alabanzas de tantos labios
condensadas en una sola, y con deleite saboreaba Ana aquel perfume. Y como la
historia ha de atreverse a decirlo todo, según manda Tácito, sépase que Anita,
casta por vigor del temperamento, encontraba exquisito deleite en verificar la
justicia de aquellas alabanzas. Era verdad, era hermosa. Comprendía aquellos
ardores que con miradas unos, con palabras misteriosas otros, daban a entender
todos los jóvenes de Vetusta. Pero ¿el amor? ¿Era aquello el amor? No, eso
estaba en un porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado
hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre
las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría nunca;
pero prefería perderlo a profanarlo. Toda su resignación aparente era por
dentro un pesimismo invencible: se había convencido de que estaba condenada a
vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general; ella
tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida. Además su
miseria, su abandono, la preocupaban más que todo; su pensamiento principal era
librar a sus tías de aquella carga, de aquella obra de caridad que cada día
pregonaban más solemnemente las viejas.
Quería emanciparse; pero
¿cómo? Ella no podía ganarse la vida trabajando; antes la hubieran asesinado
las Ozores; no había manera decorosa de salir de
allí a no ser el matrimonio o el convento.
Pero la devoción de Ana
ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que
habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él
cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor
y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura.
Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya
se le había cortado de raíz.
Cuando doña Anuncia topó en la
mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un
tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un rewólver4, una baraja o una botella de aguardiente.
Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos. Si
hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas solteronas.
«¡Una Ozores literata!».
-«Por allí, por allí
asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido
bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».
(…)
Tan general y viva fue
la protesta del gran mundo de Vetusta contra los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en
ridículo y engañada por la vanidad.
A solas en su alcoba
algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos,
pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías
no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a
tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas
y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma
no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en
Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.
Su marido era botánico,
ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto;
todo menos un marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién
era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero
ahora completamente ido, intratable; un hombre que tenía la manía
de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que
injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía
que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que había llegado en su orgía
de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto
ella! Unos pobrecitos animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con
trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de
sonámbulos, sin más relaciones íntimas. Bastaba, bastaba, no podía más; aquello
era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido
coloca en su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo
ridículo!».
La exageración de aquel
sentimiento de cólera injustísima, pueril, la hizo notar su error. «¡Ella sí
que era ridícula! ¡Irritarse de aquel modo por un incidente vulgar,
insignificante!». Y volvió contra sí todo el desprecio. «¿Qué culpa tiene él de
que yo entre a deshora, sin luz en su despacho? ¿Qué motivo racional de queja
tenía ella? Ninguno. ¡Oh! no había pretexto, no había pretexto
para la ingratitud...».
«Pero no importaba; ella
se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años
de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había
gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el
asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que
vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor?
¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y
furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los
sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si
a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su
lecho de esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció
un despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga detricot y su pantalón negro de
castor; recordaba que las delicias materiales, irremediables, la avergonzaban,
y se reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a
aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza, ¡quia pulvis es! eres polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de
todo aquello que había leído en sus mitologías, de lo que había oído a criados
y pastores murmurar con malicia... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!...
Y en aquel presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por
mártir y heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de
curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio;
recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había
tenido que esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y
aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en
Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de
hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de
hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba
mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho
querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente.
Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca;
le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus
caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo
aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable
que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor
vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en Madrid anunciadas en
faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así,
como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo».
«Y la juventud huía,
como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante
de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de
aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la
vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como
bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta
el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la
que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en
aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como
la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas
gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia,
inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura.
Estaba desnudo de medio
cuerpo arriba. El cuello robusto parecía más fuerte ahora por la tensión a que
le obligaba la violencia de la postura, al inclinarse sobre el lavabo de mármol
blanco. Los brazos cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo que el pecho
alto y fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba con tristeza sus
músculos de acero, de una fuerza inútil. Era muy blanco y fino el cutis, que una
emoción cualquiera teñía de color de rosa. Por consejo de don Robustiano, el médico, De Pas hacía gimnasia con pesos de muchas libras; era un
Hércules. Un día de revolución un patriota le había dado el ¡quién vive! en las
afueras, cerca de la noche. De Pas rompió el fusil de chispa en las espaldas
del aguerrido centinela, que le había querido coser a bayonetazos, porque no se
entregaba a discreción. Nadie supo aquella hazaña, ni el mismo don Santos Barinaga que andaba a caza de las calumnias y verdades que corrían contra La Cruz Roja, como él llamaba, colectivamente, al Provisor y a su madre. En cuanto al
miliciano, había callado, jurando odio eterno al clero y a los fusiles de
chispa. Era uno de los que al murmurar del Magistral añadían:
Mientras estaba
lavándose, desnudo de la cintura arriba, don Fermín se acordaba de sus proezas
en el juego de bolos, allá en la aldea, cuando aprovechaba vacaciones del
seminario para ser medio salvaje corriendo por breñas y vericuetos; el mozo
fuerte y velludo que tenía enfrente, en el espejo, le parecía un otro yo que se había perdido, que había quedado en
los montes, desnudo, cubierto de pelo como el rey de Babilonia, pero libre,
feliz... Le asustaba tal espectáculo, le llevaba muy lejos de sus pensamientos
de ahora, y se apresuró a vestirse. En cuanto se abrochó el alzacuello, el
Magistral volvió a ser la imagen de la mansedumbre cristiana, fuerte, pero
espiritual, humilde: seguía siendo esbelto, pero no formidable. Se parecía un
poco a su querida torre de la catedral, también robusta, también proporcionada,
esbelta y bizarra, mística; pero de piedra
(…)
La madre de don Fermín
creía en la omnipotencia de la mujer. Ella era buen ejemplo. No temía que las
intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa contra el prestigio de su Fermín, que
era el instrumento de que ella, doña Paula, se valía para estrujar el Obispado.
Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de
poseer. Doña Paula se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que
había en su aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el
fruto, oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por
la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella de
cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural. «Era
mecánico» como decía don Fermín explicando religión. «Pero a una mujer otra
mujer» pensaba el tornillo. «Su hijo era joven todavía, podían seducírselo,
como ya otra vez habían intentado y acaso conseguido». Ella creía en la
influencia de la mujer, pero no se fiaba de su virtud. «¡La Regenta, la Regenta! dicen que es una señora incapaz de pecar, pero ¿quién lo
sabe?». Algo había oído de lo que se murmuraba. Era amiga de algunas beatas de
las que tienen un pie en la iglesia y otro en el mundo; estas señoras son las
que lo saben todo, a veces aunque no haya nada. Le habían dicho, sobre poco más
o menos, y sin estilo flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos
días antes: que don Álvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo
menos quería enamorarla, como a tantas otras. «Aquel don Álvaro era un enemigo
de su hijo. Lo sabía ella». Ni el mismo don Fermín le tenía por enemigo, por
más que varias veces había adivinado en él un rival en el dominio de Vetusta.
Pero doña Paula tenía superior instinto; veía más que nadie en lo que
interesaba al poderío de su hijo. «Aquel don Álvaro era otro buen mozo, listo
también, arrogante, hombre de mundo; tenía el prestigio del amor, contaba con
las mujeres respectivas de muchos personajes de Vetusta, y a veces con los
personajes mismos, gracias a las mujeres; era el jefe de un partido, el brazo
derecho, y la cabeza acaso, de los Vegallana... podía disputar a
Fermín, con fuerzas iguales acaso, el dominio de Vetusta, de aquella Vetusta
que necesitaba siempre un amo y cuando no lo tenía se quejaba de la falta «de
carácter» de los hombres importantes. Y ¿por qué no había de estar ya Mesía disputando ese dominio? ¿No cabía en lo posible que la Regenta, aquella santa, y el don Alvarito, se entendieran y
quisieran coger en una trampa al pobre Fermo?». Estas malas artes,
por complicadas y sutiles que fuesen, las suponía fácilmente doña Paula en
cualquier caso, porque ella pasaba la vida entregada a combinaciones
semejantes. De estas sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para
prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos
horas. No citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta:
« ¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?».
Quien más gozaba con
aquella propaganda de infamia, después de Glocester que la creía obra suya
exclusivamente, era don Álvaro Mesía.
Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era el primer hombre ¡y con faldas! que le ponía el pie delante: ¡el primer rival que le disputaba una presa,
y con trazas de llevársela!». «Tal vez se la había llevado ya. Tal vez la fina
y corrosiva labor del confesonario había podido más que su
sistema prudente, que aquel sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía que estaba la rendición de la más
robusta fortaleza. Yo pongo el cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por la
mina?». El dandy vetustense sudaba de congoja
recordando lo mucho que había padecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso,
Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿para
qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la
muerte, y de amable, sensible y condescendiente (que era el primer paso),
convertirse en arisca, timorata, mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se
la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzaba a
preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera prometía eficaz ayuda... se encuentra con que
la señora tiene fiebre». «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince días.
Se le permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero no entrar en
la alcoba. Él había ido a visitarla todos los días, pero como si no, no le
dejaban verla. Y ¡oh rabia! el Magistral, él lo había visto,
pasaba sin obstáculo, y estaba solo con ella. «La lucha era desigual». Durante
la primera convalecencia, que duró pocos días, se le permitió a él también
entrar en la alcoba dos o tres veces, pero nunca pudo hablar a solas con Ana. Y
lo más triste había sido después; cuando la segunda arremetida del mal, que fue
tan peligrosa, cedió el paso poco a poco a la salud. Ana le recibió en su
gabinete. ¡Pero cómo! Por de pronto estaba bastante delgada, y pálida como una
muerta. «Hermosísima, eso sí, hermosísima... pero a lo romántico. Con mujeres
de aquellas carnes y de aquella sangre no luchaba él. Estaba entregada a Dios.
¡Claro! ¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sin cansarse». Don Álvaro
calculaba, furioso de impaciencia, cuánto tiempo tardaría aquella naturaleza en adquirir la fuerza necesaria para
volver a sentir los impulsos sensuales, que eran la fe viva del señor Mesía y su esperanza. Tardaría mucho. Mientras tanto él no podría emprender nada
de provecho. «Y el Magistral estaba haciendo allí su agosto; embutiendo aquel
cerebro débil de visiones celestes... Ana era otra para él. No le miraba jamás,
y las pocas palabras con que contestaba a las preguntas de cariñoso interés,
eran corteses, afables, pero frías, como cortadas por patrón. A veces se le
ocurría a él si se las dictaría el Magistral». Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, don Álvaro y De
Pas. Le costaba lágrimas cada bocado. El Magistral opinaba que a la fuerza no
debía comer. Entonces Mesía tomó con mucho calor la
defensa del alimento obligatorio.
-Yo creo, con permiso de
este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que
no se apodere la anemia de ese organismo...
-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad- la
anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento... Además,
comer no es lo mismo que alimentarse...
(… )
Ana sintió que un pie de
don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué momento
había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la atención sintió un
miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer
material tan intenso, que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror
era como el de aquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja del
parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que le ataba
como con cadenas de hierro a lo que ella ya estaba juzgando crimen,
caída, perdición.
Don Álvaro habló de amor
disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce,
suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana
recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo;
diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad
de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza
para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro,
otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del
salón.
Para Trabuco era el
paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos
del vulgo de la clase media...
Se entreabrió la puerta
para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas
a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel
baile improvisado.
No, quería abdicar su
dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el
brazo a la Regenta que buscó valor para
negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi
la polka; Mesía la llevaba como en el
aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas
dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no
oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso,
irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una
catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la
fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...
El presidente del Casino
en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía
en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es
mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era
un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
(… )
Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera,
mostrando el pecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad con
don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana
encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría
ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería... Le debía eterna gratitud...
pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar
a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La
vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre
esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó
muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la
presencia de Mesía en el deseo, huía de
ella avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento punzante
el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo
era, no. Veíalo como un sueño; no se
creía responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella
noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido...
con champaña... Pero ahora sería una miserable si consentía a don Álvaro
insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación
que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyes de él
te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno
ni del otro seré. A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que
acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy
bien segura. Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de don
Álvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como
la del otro... ¡Huiré de los dos!».
(… )
Las primeras palabras de
amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al
oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para
pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro,
para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un
crimen infame, villano...».
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir
donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin
él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en
el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras
sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor,
aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la
vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me
dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti,
cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en
brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al
principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al
desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para
sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor
que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes
asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los
escrúpulos (absurdos en una mujer casada de treinta años, según la
filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus
deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido
más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar
algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le
adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba
la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar,
dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta,
gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la
fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones
de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del
gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de
tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
-Cuidado -repetía
Visitación.
Y él mismo notaba que su
rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de
buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado
antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro
de su cuerpo había algo que hacía crac de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no
era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen
soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su
inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia
de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento
envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en
que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado
a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas
en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para
referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas
no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños.
Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe
Quevedo en el Gran Tacaño. Él también había sido
más de una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor... Pero las trazas
antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas... «No,
antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventud
eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de la edad, venían
de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante inquietud dejaba libre al
Tenorio vetustense gozando de aquellos
amores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba
todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le parecía más
digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había
esperado siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no se
confesaba a sí mismo, que había habido un tiempo en que perdiera la esperanza
de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan
vencida!
Mejor que nunca lo
conoció cuando hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no,
Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del
amante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su
amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños
furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa
intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a
sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón de
amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesaba que era difícil
encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tan atrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar, al cabo tenía que
parecerle repugnante a ella; y como en Ana la imaginación influía tanto, el
desprecio del albergue podía llevarla a la repugnancia del adulterio... No
había más remedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro los
escrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos y los venció. Sin embargo, si los
obstáculos del orden puramente moral, los escrúpulos místicos, como se decía Álvaro
con frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a
fuerza de pasión, los inconvenientes materiales, las precauciones del
miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le ocurría que
sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era todo sino
imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer a Anita su idea;
la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal oculta hacia Petra, y
comprendió además que era muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de
domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su marido.
El Magistral estaba
pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le
iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por la
cabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en
el mundo lo único digno de lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar
al clérigo con el eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la
humedad del cristal helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto
digno de risa, una cosa repugnante de puro ridícula... Su mujer, la Regenta, que era su mujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los
hombres, ante ellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de
hierro, ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermana
del alma, su mujer, su esposa, su humilde esposa... le había engañado, le había
deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre, ansias
de apretar el cuello al infame, de ahogarle entre sus brazos, seguro de poder
hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, de reducirle a cachos, a
polvo, a viento; él atado por los pies con un trapo ignominioso, como un
presidiario, como una cabra, como un rocín libre en los prados, él, misérrimo
cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, él tenía que callar,
morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del
infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las manos
atadas... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero... Veinte siglos de
religión, millones de espíritus ciegos, perezosos,
que no veían el absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza,
abnegación, virtud a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo
cruel... cruel... Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos,
millones de piedras de catedrales y cruces y conventos... toda la historia,
toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos,
sobre sus piernas, eran sus grilletes... Ana que le había consagrado el alma,
una fidelidad de un amor sobrehumano, le engañaba como a un marido idiota,
carnal y grosero... ¡Le dejaba para entregarse a un miserable lechuguino, a un
fatuo, a un elegante de similor, a un hombre de yeso...
a una estatua hueca!... Y ni siquiera lástima le podía tener el mundo, ni su
madre que creía adorarle, podía darle consuelo, el consuelo de sus brazos y sus
lágrimas... Si él se estuviera muriendo, su madre estaría a sus pies mesándose
el cabello, llorando desesperada; y para aquello, que era mucho peor que
morirse, mucho peor que condenarse... su madre no tenía llanto, abrazos,
desesperación, ni miradas siquiera... Él no podía hablar, ella no podía
adivinar, no debía... No había más que un deber supremo, el disimulo;
silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento! Quería correr, buscar a los
traidores, matarlos... ¿sí? pues silencio... ni una mano había que mover, ni un
pie fuera de casa... Dentro de un rato sí, ¡a coro a coro! ¡Tal vez a decir
misa... a recibir a Dios!». El Provisor sintió una carcajada de Lucifer dentro
del cuerpo; sí, el diablo se le había reído en las entrañas... ¡y aquella risa
profunda, que tenía raíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba... y le
asfixiaba!...
El Magistral dio otra
absolución y llamó con la mano a otra beata... La capilla se iba quedando
despejada. Cuatro o cinco bultos negros, todos absueltos, fueron saliendo
silenciosos, de rato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del
confesionario.
Jesús de talla, con los
labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por
el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
La Regenta, que estaba
de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le
acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesionario.
Entonces crujió con
fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio
a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego,
fijos, atónitos como los del Jesús del altar...
El Magistral extendió un
brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que
horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir
socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos
espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que
iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo,
cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia
Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello,
dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y
temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de
flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la
sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el
terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin
sentido.
La catedral estaba sola.
Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el
templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia,
venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban
chocando.
Después de cerrar tuvo
aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró
hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara
se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia:
y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro
asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.
La Regenta. Leopoldo Alas, Clarín.
LAZARILLO DE TORMES
Sentéme
al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda y
comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al
desventurado señor mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón
servían de plato. Tanta lástima haya Dios de mí como yo había dél, porque sentí
lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba
si sería bien comedirme a convidalle; mas, por me haber dicho que había comido,
temíame no aceptaría el convite. Finalmente, yo deseaba que el pecador ayudase
a su trabajo del mío, y se desayunase como el día antes hizo, pues había mejor
aparejo, por ser mejor la vianda y menos mi hambre.
Quiso
Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo; porque, como comencé a comer y
él se andaba paseando, llegóse a mí y díjome:
-Dígote,
Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que
nadie te lo verá hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga.
«La
muy buena que tú tienes -dije yo entre mí- te hace parescer la mía hermosa».
Con
todo, parescióme ayudarle, pues se ayudaba y me abría camino para ello, y
díjele:
-Señor,
el buen aparejo hace buen artífice. Este pan está sabrosísimo y esta uña de
vaca tan bien cocida y sazonada, que no habrá a quien no convide con su sabor.
-¿Uña
de vaca es?
-Sí,
señor.
-Dígote
que es el mejor bocado del mundo y que no hay faisán que así me sepa.
-Pues
pruebe, señor, y verá qué tal está.
Póngole
en las uñas la otra y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco. Y asentóseme
al lado y comienza a comer como aquel que lo había gana, royendo cada
huesecillo de aquéllos mejor que un galgo suyo lo hiciera.
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